A veces la miraba de reojo, pensando que ella no podía verle. La analizaba detenidamente sin apenas respirar para que las bocanadas del cigarro no despertaran su atención. Miles de preguntas al minuto se le pasaban por la cabeza al mirarla. Tantas, que se le olvidaba disimular de vez en cuando y mirar hacia otro lado que no fuera ella.
De repente, sin saber el por qué, sus ojos empezaron a llorar. Atónito se apresuró a borrar las dos fugitivas lágrimas saladas que alcanzaban ya sus mejillas y pretendían esconderse entre su enredada barba. Vera le miró. Le guiñó el ojo izquierdo mientras que se le dibujaba una medio sonrisa y se le arrugaba la nariz. No era una tarde cualquiera. Pero era una tarde de sol.
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